El título de esta nota fue publicado ayer en la columna de opinión del Diario La Nación del periodista Joaquín Morales Solá. Tomamos los párrafos mas destacados destinados al conurbano explosivo.
El narcotráfico desembarcó en el cordón pobre y exuberante del Gran Buenos Aires (y en los muchos miniconurbanos que existen alrededor de todas las ciudades de la homérica provincia argentina) y con él estallaron la violencia -que ya existía ahí, debe precisarse- y la muerte, la mutilación y el miedo. De hecho, un informe del Ministerio Público de la provincia de Buenos Aires, que es como se llama el organismo del que dependen los fiscales, señala que solo en 2023, la última medición que se conoce, hubo 1.036.696 causas iniciadas por presuntos graves delitos en la más grande provincia argentina; la inmensa mayoría fueron realmente delitos que se cometieron. Una enormidad sin límites ni medidas. En 2023 hubo 822 homicidios en esa provincia; casi tres por día. La próxima medición sobre lo que pasó en 2024 se conocerá en junio, aunque la crisis parece haberse agravado en diciembre y enero últimos. La vida cotidiana de la gente común no espera los números. En ciudades del conurbano, grupos de vecinos se organizan para salir a la calle cada vez que llega uno de ellos para acompañarlo hasta que ingresa a su casa. Hasta ese nivel se alzó el miedo colectivo en un país que lo había perdido hacía décadas. Una teoría sostiene que en Rosario solo se está replicando el sistema que imperó en el Gran Buenos Aires durante muchos años: el poder político negociaba con los narcotraficantes para que estos hicieran sus negocios con la condición de que no se enfrentaran con las fuerzas de seguridad ni provocaran crímenes espectaculares, como los de los adolescentes Paloma y Josué, asesinados hace pocos días en un descampado de Florencio Varela para robarles sus celulares. Solo personas excedidas en droga (o con síndrome de abstinencia) pueden perder hasta ese punto cualquier noción del valor de la vida.
El problema político más importante en Buenos Aires es que el gobernador Axel Kicillof cree que Javier Milei es un castigo divino e injusto que se abatió sobre la Argentina y que Patricia Bullrich solo hace marketing con su política de seguridad. No es como Pullaro, sino un dogmático decidido a que la realidad se acomode a sus ideas; nunca permitió que las ideas aceptaran la realidad. Los intendentes del conurbano tampoco son como el rosarino Pâblo Javkin, honesto y resuelto a jugarse la vida frente a la saga criminal del narcotráfico. Los intendentes bonaerenses posan como víctimas y se pasan la vida reclamando la ayuda de los gobiernos provincial y nacional. Es cierto que teóricamente ellos no tienen poder sobre las fuerzas de seguridad, aunque algunos poderosos barones peronistas del conurbano lograron tener cerca a sus propios comisarios y a sus propios oficiales de la policía local. Pero todos ellos tienen lo que nadie tiene: la información sobre los movimientos de la droga. ¿En qué esquina o en qué plaza están los dealers que venden la droga? Ellos lo saben. ¿Dónde están los búnkeres en los que se termina de fabricar la droga o desde donde se la distribuye? Ellos conocen esos lugares. Y si nada de eso conocen es porque decidieron vivir un año sabático fungiendo y cobrando como intendentes de las ciudades donde viven. El exministro de Seguridad bonaerense Cristian Ritondo suele recordar el fundamental aporte de información que recibía de varios intendentes peronistas, sobre todo del exalcalde de Hurlingham Juan Zavaleta, a quien La Cámpora desplazó de su cargo. El intendente camporista que lo sucedió, Damián Selci, figura ahora entre los jefes comunales más impopulares de la provincia de Buenos Aires.
La complicidad supera a la ignorancia en los casos de muchos jefes comunales de la vasta Buenos Aires. No pocos de esos alcaldes tienen relación directa con narcotraficantes o ellos mismos son consumidores de drogas o eligieron permitir la libre circulación de estupefacientes, sobre todo de cocaína. Cuando son los alcaldes los que consumen drogas, la autoridad política y moral del poder institucional frente al crimen se convierte en la nada misma.
A su vez, la complicidad de la policía bonaerense (o de buena parte de sus miembros) es innegable. Se trata de la fuerza armada con mayor capacidad de tiro que existe en el país. Son alrededor de 100.000 efectivos, un número que no tienen ni el Ejército, ni la Armada, ni la Fuerza Aérea ni la Gendarmería. Pero no puede hacer nada para frenar el flagelo del narcotráfico y del crimen en cualquiera de sus variantes. ¿No puede o no quiere? Los nostálgicos recuerdan los buenos tiempos en que la policía bonaerense (y, hay que ser justo, otras policías también, incluida la Federal) protegía el juego clandestino y la prostitución, pero esas cosas ya no existen por los progresos de la tecnología y las comunicaciones personales. El contubernio entre la policía y el delito es comprobable ahora si se mira la progresión exponencial del narcotráfico y los desarmaderos de autos, adonde van a parar los automóviles robados en la Capital y en la provincia. Ahí está el gran delito actual. Ya es difícil para el Estado confrontar con el narcotráfico porque la capacidad financiera de este es infinita. Un dealer de 15 años en la provincia de Buenos Aires cobra 80.000 pesos semanales. Son 320.000 pesos por mes; cobran más que los jubilados que perciben la mínima. No hay plan social del Estado que llegue a tal cifra para jóvenes de esa edad. El conflicto se agrava si, además, no se sabe si una parte de la policía está del lado de la ley o contra la ley.